Por:  Dr. José Avila Herrera (*)

En el Estado constitucional de derecho, el proceso penal se visualiza como el mecanismo mediante el cual se ejerce por la autoridad estatal el poder punitivo o la potestad de sancionar contra aquellas personas que han quebrantado el orden, al incurrir en alguna conducta prohibida previamente.

Así, la fase de ejecución penal se establece como una etapa más del proceso penal. De hecho, todas las fases del proceso que le preceden se justifican a efecto de asegurar que, cuando se ejecute la sanción y se materialice el ius puniendi, se haga en forma legítima. En efecto, el proceso penal no se agota o finaliza con el dictado o la firmeza de una sentencia condenatoria. Por el contrario, a partir de ahí es que se impone con mayor claridad la potestad de sanción delegada por toda la sociedad a la autoridad única del Estado.

Por lo tanto, contrario a la forma como funciona en la práctica, a partir de ese momento deberían de fortalecerse las garantías en favor de la persona condenada y asegurarle plenamente el acceso a la justicia y el efectivo respeto de sus derechos constitucionales, legales y penitenciarios y/o de ejecución.

Percibir este orden del proceso y terminar con la idea de que el proceso penal finaliza con el dictado de la sentencia resulta una ardua tarea: la disfunción del sistema penal es tal que continúa acentuando y concentrando las garantías en la fase de juicio mientras tolera su disminución o relajación en la fase de ejecución penal, en que normalmente hasta las mismas leyes justifican que "ley y orden" devalúen los derechos fundamentales de las personas privadas de libertad.

Por las consecuencias que produce el ejercicio de la actividad punitiva estatal sobre la libertad y dignidad, resulta fundamental que el Derecho penitenciario y/o el Derecho de Ejecución penal tengan su cimiento en los parámetros del Estado constitucional de derecho, en las reglas y principios
de los convenios internacionales y que, desde la práctica y la cultura penitenciaria, se respeten esos valores; en caso contrario, el ejercicio de esa
actividad estatal resultaría ilegítimo y desproporcionado.

Así lo ha entendido sensatamente la ONU. Por ello, en diciembre de 2010, dio un paso importante al reconocer y atender las necesidades y características de las mujeres privadas de libertad en las cárceles del mundo.

Luego, al aprobar la Resolución A/RES/65/229 del 16 de marzo de 2011, la Asamblea General ofrece a la comunidad internacional un nuevo convenio internacional: las Reglas de las Naciones Unidas para el tratamiento de las reclusas y medidas no privativas de la libertad para las mujeres delincuentes, llamada también las Reglas de Bangkok , en reconocimiento al liderazgo asumido por el gobierno de Tailandia, a través del mandato, sensibilidad y humanidad de la princesa Bajrakitiyabha.

(*) Jefe del Programa de Asuntos Penales y Penitenciarios. Defensoría del Pueblo

(El Peruano)

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