Por: Cristina Moreno (*)

Las políticas públicas comenzaron a estudiarse en la década de los 50, cuando la atención se concentraba en el momento de la toma de decisión, pues se creía que era el punto determinante para el desarrollo de los programas de acción gubernamental. Posteriormente, se comenzó a prestar atención a otras etapas, como la de la implementación. En los casos en que se tenía en cuenta, la comunicación no se contemplaba más que como un aspecto complementario del ciclo de las políticas públicas. En la actualidad, el cambio de contexto producido por el tremendo desarrollo que han experimentado los medios de comunicación ha favorecido la transformación de lo que se considera comunicación política, y, de forma más general, de la manera de hacer política, lo que afecta al principal producto del quehacer gubernamental, las políticas públicas.

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La transformación de la comunicación política se constató en primer término en las campañas electorales, que se profesionalizaron (y, para aquellos contextos diferentes de los Estados Unidos, se “americanizaron”), adaptándose a los nuevos medios y a sus características de inmediatez. Las mismas condiciones que propiciaron el cambio de las campañas electorales en un principio, favorecieron que se transformase la comunicación gubernamental, apareciendo lo que se conoció como campaña permanente (Blumenthal, 1980)1. Todo ello ha conducido a que la comunicación de las políticas públicas ya no sea una cuestión opcional, que pueda ponerse en marcha (o no) al final del ciclo de las políticas.

Al igual que ocurre con las campañas electorales, para cada política pública es preciso desarrollar un plan de comunicación que se siga desde el inicio del programa de acción gubernamental. También como en las campañas electorales, al principio es necesario realizar un estudio del contexto, que en el caso de las políticas públicas implica principalmente el análisis del clima de opinión (Noëlle-Neumann, 1978) relacionado con el tema que se trate2. Dicho análisis deberá llevarse a cabo antes de plantear la propia definición del problema, pues habrá que tomar en consideración si el tema constituye una cuestión que preocupe a los ciudadanos; si es más adecuado definir el problema en función de unos parámetros u otros; o cómo se perciben las políticas relacionadas con dicha temática hasta el momento. Todo ello con el objetivo de que la definición del problema adoptada pase a la agenda pública haciéndose lo más compartida posible.

La importancia de la definición del problema reside en que condicionará las posibles alternativas de acción y la decisión sobre cuál es la óptima. En este punto se plantea el debate entre racionalismo e incrementalismo como métodos decisorios:

a. El racionalismo se basa en el análisis de costes y beneficios, aplicando criterios de racionalidad estricta.

b. El incrementalismo aplica criterios de racionalidad limitada, mediante comparaciones sucesivas limitadas (se adoptan pequeñas decisiones partiendo de la situación anterior).

Ambos métodos comportan ventajas e inconvenientes en términos de comunicación, ya que el primero reviste de objetividad cualquier decisión, pero difícilmente se cuenta con la información necesaria para aplicarlo. El incrementalismo, por su parte, favorece el consenso, lo que también presenta ventajas en términos comunicativos, ya que, en determinados temas, la búsqueda de acuerdos puede ser prioritaria.

En cuanto a la alternativa de la no-decisión, también debe legitimarse a través de la comunicación de las razones que justifican la no actuación de los poderes gubernamentales.

En la fase de ejecución o implementación de las políticas públicas no puede producirse un vacío de comunicación -communication gap-, que pueda percibirse como una ruptura en el desarrollo del programa gubernamental de que se trate. La información sobre las políticas que se están desarrollando y no sólo sobre sus resultados, es fundamental para que no se produzca ese vacío, esa ruptura en la comunicación que puede interpretarse como inactividad de parte de los poderes públicos.

Por último, es evidente que la comunicación de la evaluación de los resultados de una política pública es de gran importancia para la legitimación de la labor del Gobierno.

Si los resultados han sido positivos, constituyen una excelente publicidad; si por el contrario, han sido mediocres, podrá explicarse por multitud de causas, que no obviarán que se ha tratado de solucionar un problema social. El quehacer gubernamental está sujeto en la actualidad a los mismos requerimientos que la comunicación típica de las campañas electorales.

La comunicación atraviesa todas las fases de las políticas públicas (Majone, 1997), no sólo por el potencial de publicidad gubernamental que representan, sino porque, en el contexto actual, las políticas públicas no serían realizables sin tener en cuenta la adecuada comunicación de cada una de sus fases. Las políticas públicas son el elemento básico de la legitimación del quehacer político, y ya no puede darse dicha legitimación sin comunicación.
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(*) Dra. en Ciencia Política. Departamento de Ciencia Política y de la Administración. Universidad de Murcia
cmoreno@um.es

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