Por: Salomón Lerner

Entre las muchas y formidables tareas que el gobierno elegido tendrá que afrontar, no se puede olvidar la urgencia de repensar y corregir el proceso de descentralización en el que el país se encuentra embarcado, sin mucho rumbo, desde la década de 1980.

descentralizar

Cuando se habla del Perú como una sociedad fragmentada, sin duda nos estamos refiriendo, entre otras cosas, a esta imposibilidad de que las diversas fuerzas regionales se conjuguen en la procura de un mismo objetivo de importancia nacional.

Tenemos en mente, al mismo tiempo, nuestra secular incapacidad para abordar los grandes problemas del país con una óptica integradora, una perspectiva que, lejos de ignorar la diversidad, la incorpore para producir respuestas que, por matizadas y plurales, resulten eficaces y abarcadoras.

Hablamos, pues, de la falta de unidad efectiva de nuestro país, una unidad que no puede ser buscada mediante la imposición de una homogeneidad inexistente, sino a través de un diálogo polifónico, donde muchas voces se oigan respetuosa y atentamente, con un mismo lenguaje y una misma vocación de entendimiento mutuo. Así, paradójicamente, contar con un país descentralizado con criterios históricos y políticos razonables debiera servir al propósito de superar el archipiélago que todavía somos: hay que respetar inteligentemente nuestra diversidad para fortalecer nuestra unidad.

Se puede decir que tal perspectiva ha estado presente en el pensamiento social peruano desde las primeras décadas del siglo XX. Cómo lidiar creativamente, en el plano de la geografía política nacional, con la variedad natural, productiva y cultural de país alimentó muchos de los más importantes debates ideológicos de los años 1920 a 1940, época en la que se pensaba con intensidad, agudeza, y valentía, sobre lo que se solía llamar el “destino histórico” del Perú.

Esa línea de reflexión se plasmó, finalmente, en la segunda mitad del siglo pasado en sendas iniciativas de descentralización o regionalización. Se podría debatir largamente sobre los diferentes méritos de aquellas iniciativas, pero creo que hemos de reconocer que la solución finalmente adoptada, y hoy está vigente, fue la peor de todas.

Como se sabe, la decisión fue hacer de cada departamento una región. No se puede pensar en otro criterio para llegar a esa decisión que no sea el de la simple conveniencia política, en el sentido más superficial y torpe que tiene ese término. Los apetitos de pequeños caudillos, la estolidez de los dirigentes de partidos políticos “nacionales” y la recurrente improvisación se impusieron sobre la lógica que desde siempre había presidido el debate sobre la descentralización. El resultado que hoy se tiene habla con mucha elocuencia sobre la radical inconveniencia del esquema que terminó por imponerse.

Y sin embargo no es difícil recordar esa lógica superior a la cual me he referido. Hablar de regiones, por definición, debe excluir la idea según la cual cada departamento debe ser una región. Se descentraliza para crear unidades territoriales superiores, que superen y resuelvan la arbitrariedad que en muchos casos presidió la creación de departamentos. La constitución de tales unidades superiores debe obedecer a, por lo menos, tres criterios conjugados mutuamente: vinculación geográfica o territorial de los departamentos por ser subsumidos en una región; articulación o coherencia desde el punto de vista productivo y comercial; afinidad cultural entre las poblaciones que, así, quedarían integradas en una unidad político-administrativa compartida.

El sentido de tal agrupación en unidades mayores con cierta coherencia interna significa, además, poder encontrar mayor sentido, dinámica y viabilidad a la relación entre las diversas regiones así constituidas. Es porque cada una de ellas, en teoría, comprende una unidad diferenciable de las demás, que se puede establecer una lógica de intercambio, de complementariedad. En suma, es mediante la constitución razonable de las diferencias que se podría establecer mejor ese diálogo político, cultural y económico que todavía nos hace demasiada falta.

Se trata de una carencia que, de algún modo, está detrás de varios de los problemas que cotidianamente constatamos: desde la conflictividad local violenta por cuestiones relacionadas a inversiones para la extracción y la explotación de recursos naturales, hasta la incapacidad que nuestro sistema político demuestra para dar lugar a un sistema de partidos en el cual la representación y la intermediación política se encuentren aseguradas.

La descentralización que tenemos, lejos de ser una plataforma de la unidad, ha instaurado un diálogo de sordos que nos impide aprovechar las oportunidades económicas que hoy el país disfruta. Nuestra diversidad no es desorden ingobernable sino más bien posibilidad de articular una totalidad superior.

(La República)

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